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DISTOPÍAS PRESENTES: El homo consumens y El juego del calamar*


Las audiencias globales asisten al encuentro de las series en streaming guiadas por un lenguaje variopinto que se viraliza a través del boca a boca convencional y el de las redes sociales.

 


 

Alfredo García Galindo** / Edición: 4 Vientos leoninas

 

 


Imagen: Netflix.



En el caso de El Juego del calamar, la fiebre de su ramificación en cadena se explica también por una potente propuesta visual que recurre a la estetización anime de una violencia con pocos precedentes en este tipo de ofertas televisivas; violencia cuya explicitud ha superado con éxito los obstáculos de las diversas censuras gracias, entre otras razones, a la profusión de los crímenes y las matanzas reales que se han convertido en la expresión narrativa de nuestras sociedades contemporáneas.


No obstante, el análisis de productos como estos no se limita a explicar las razones de su viralización; también es posible ejecutar un ejercicio fenomenológico que motive el desentrañamiento de significados e impresiones que surgen en la cabeza del observador cuando mira la obra que tiene enfrente.


Así, si usamos la lente de una sensibilidad sociofilosófica para enfocar El juego del calamar, podemos corroborar que todos los productos de la industria cultural enuncian, de uno otro modo, las determinaciones sistémicas de una forma económica global profundamente abarcativa y totalizante que es, en todo sentido, el hogar por antonomasia del homo consumens descrito por Erich Fromm.


Lo anterior ocurre aun cuando los creadores de la serie no hubieran tenido la intención deliberada de hablar de las contradicciones de la contemporaneidad capitalista, sino que, al final, ese es el contexto que corresponde con el ser social de nuestros días.


En otras palabras, la manifestación abierta en las pantallas de los principios, los vicios, las tragedias, las violencias, los anhelos y las nociones de lo que consiste el bienestar y la vida buena en las sociedades de consumo, necesariamente tienen al mundo de la globalidad mercantil como marco ineludible de su ocurrencia.


Los protagonistas de El juego del calamar son sujetos que sintetizan con sus vidas las diferentes posiciones que los individuos ocupan en las sociedades del llamado capitalismo tardío, siendo los deudores quienes expresan mejor la sinrazón de un mundo cifrado en clave de mercancía.



Imagen: Netflix.



Si la domesticación de los individuos desde la infancia incluye alimentarlos a diario con el discurso de que el dinero es el mejor vehículo de empoderamiento para alcanzar la cima de la buena vida, no va a ser extraño que su correlato natural sea un endeudamiento que en la serie extravía cada vez más a sus víctimas en una suerte de laberinto sudcoreano de la soledad, más aún en países como ese, en el que las deudas de personas y familias a menudo adquieren una tragicidad de espanto.


Jean-Paul Sartre dijo alguna vez que “el infierno son los otros” para referirse al suplicio que significa tener que convivir con quienes son distintos; sin embargo, con los episodios de esta serie bien podríamos complementar su adagio indicando que son distintos, pero sufren de la misma condena.


Igualmente podríamos añadir que el infierno no solo son los otros; también lo es el mundo. Un mundo en el que la afirmación de la vida consiste en estar a tono con esas urbes encantadoras en las que el crédito y los préstamos personales permiten obtener el derecho de habitarlas.


Mundo como infierno en el que la ideología mercantil disfraza el hecho de que se vive la dictadura en la democracia como dice Slavoj Zizek, y como nos recuerda la escena en la que la joven Sae-Byeok responde con su silencio cuando otra chica le pregunta si acaso fue mejor dejar Corea del norte y refugiarse en Seúl.


Es de este modo que se vuelven ubicuas las referencias que podemos empatar con la alienación de los sujetos respecto a su propia existencia y a la de sus semejantes, así como con ese fetichismo del dinero y de las mercancías tan propio de la sociedad de consumo.


Se reedita ese vaciamiento de sentido del que a menudo hacen referencia autores como el propio Zizek o Byung-Chul Han, los cuales, paradójicamente, ocupan su posición de rock stars de la filosofía gracias a que sus críticas a estos dramas existenciales se viralizan a través de los mismos mecanismos que utiliza la mediatización del morbo febril como el que El juego del calamar explota.


La mirada a esta serie supone entonces un inevitable escozor por reconocer a través de las alegorías presentes, que el mundo del capitalismo actual acentúa su carácter siniestro al travestirse con la cara de la inocencia de la muñeca asesina del primer juego para que concluyamos que los jugadores son eliminados del encuentro debido a su propia ineptitud, o bien, que el sistema recurre siempre a la edulcoración de la tragedia como puede verse en la serie con el lúgubre detalle festivo de que los féretros con los que se desechan los cuerpos destrozados de los derrotados tengan forma de cajas de regalo.




Imagen: Netflix.



Si un atisbo de esperanza y consuelo puede presentarse en quien mira El juego del calamar, es precisamente que el atribulado Seong Gi-Hun pueda disfrutar el premio, lo cual hace que buena parte de la audiencia no pueda entender que no haya tocado el dinero tras haber transcurrido un año.


Eso reitera que en un mundo en el que hasta las emociones se gestionan con dinero, es muy común considerar que todo lo que podemos comprar con la suma de muchos millones puede resolver cualquier amargura.


En la trama se observa que el camino no fue sencillo. El protagonista observa que su vida ha consistido en reconocerse primero como un ser marginal y fracasado y después en saber que fue la ficha ganadora del juego en manos de sujetos cuya monstruosidad deriva del saberse amos del mundo.


En un entorno semejante, la única vía posible de reivindicación viene de lo que de nuevo Sartre nos comparte cuando afirma que un ser humano “es lo que hace con lo que hicieron con él”, es decir, Gi-Hun procura reconstruir su vida, más que con el dinero, con el breve fragmento de existencia que revive en él, una vez que conoce de boca del moribundo anciano Oh Il-nam las razones del proceder abominable de esos individuos quienes a menudo no encuentran la quietud ni siquiera en sus fortunas incalculables.


En ese sentido, si en El juego del calamar los grandes potentados distraen su aburrimiento poniendo a competir a muerte a los jugadores, en la vida real lo hacen cruzándose twitters comparando sus billonarias fortunas y organizando paseos al espacio, lo cual implica una tortura simbólica ejecutada a escala planetaria pues lo hacen frente a una audiencia que incluye a cientos de millones que a diario hacen frente a la miseria y a otros cientos de millones más cuyo ciclo de trabajar, ver series en streaming y dormir implica un languidecimiento perpetuo del que creen que podrían escapar si tan solo un día ganaran la lotería.


En suma, si la serie El juego del calamar es descrita por muchos como una estremecedora distopía que nadie desearía ver cumplida, en realidad se trata sólo de una hipérbole visual de la violencia sistémica presente en la muy joven historia de nuestro capitalismo global.


Una enfermedad de lo económico en plena crisis civilizatoria que hemos normalizado a fuerza de discursos y narrativas en las que la productividad, la meritocracia o la excelencia fungen como catapultas ideológicas del enajenado homo consumens neoliberal, el cual a menudo se repite que la conquista del south korean way of life está al alcance todos y cada uno de los que se esfuercen lo suficiente, aun cuando para ello tengan que poner su vida como garantía para obtener el préstamo que necesitan para comprar la felicidad.



*  4 Vientos publicó este artículo en agosto de 2021.



 


** Alfredo García Galindo es docente-investigador y autor de diversas publicaciones académicas y de divulgación. Ha impartido charlas, ponencias y conferencias, enfocándose en temas de género, filosofía de la tecnología, sostenibilidad, comunicación y análisis crítico de la modernidad y del capitalismo, a través de una perspectiva transversal entre la filosofía, la economía, la historia y la sociología.

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