Mujer genial, estudiosa insaciable y magnífica escritora, sor Juana Inés de la Cruz, la gran figura de las letras novohispanas del siglo XVII, fue también defensora del derecho de la mujer para acceder al conocimiento, y precursora de las causas feministas.
Jorge Alfonso Souza Jauffred* / Edición 4 Vientos
Juana Inés, adolescente (Pintura de la época).
Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana nació el 12 de noviembre de 1648 (1651?) en San Miguel Nepantla (México), y murió el 17 de abril de 1695, es decir hace 329 años, en la Ciudad de México. Fue una niña prodigio, una adolescente brillante y una talentosa monja que dejó un invaluable legado a las letras hispanoamericanas.
Gracias a su inteligencia y a su carisma supo sortear los obstáculos y ahondar en el estudio de las disciplinas más importantes de su época, como las letras, la astronomía, la alquimia, la música y la arquitectura, entre otras. Todo esto lo realizó además de desempeñar con acierto sus tareas en el convento.
Su vida da testimonio de sus ideas, avanzadas para un siglo en que las estructuras del poder eran regidas por varones y el papel femenino se limitaba a roles domésticos y sociales, alejados del estudio. Sor Juana tuvo consciencia de esta desigualdad y del injusto trato a la mujer y lo denunció en sus textos.
El ejemplo más famoso de esta consciencia lo constituyen sus famosas redondillas –estrofas compuestas de cuatro versos, normalmente octosílabos–, que muestran la inequidad en las relaciones amorosas, y visibilizan la forma en que la mujer era sometida injustamente.
“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis (…)”
Este poema denuncia cómo, a fin de cuentas, la mujer es señalada como culpable sin importar la actitud que sostenga ante las pretensiones masculinas. Al referirse a los varones, el poema agrega:
“Con el favor y el desdén tenéis condición igual, quejándoos, si os tratan mal, burlándoos, si os quieren bien (…)”
Hacia el año de 1668, en febrero, Juana Inés ingresa como novicia al convento de San Jerónimo, de las hijas de Santa Paula (fundado desde 1585) donde se practicaba la regla de San Agustín. Se da por sentado que la dote que se pagó para su ingresó pudo haber sido subvencionada por su primo político Juan Caballero (esposo de su prima Isabel, hija de María y Juan de Mata) quien cubrió la cantidad de 3000 pesos en oro de la época.
No sólo en sus octosílabos sor Juana mostró tales injusticias. En otros textos dejó pruebas, inteligentes y sólidas, de su postura en favor de los derechos de la mujer, contraviniendo las costumbres sustentadas por los discursos que emergían del poder político, de la organización social y de la jerarquía eclesiástica de la Nueva España.
Su resplandor inevitable y su innegable talento ganaron la admiración (y a veces la envidia) de sus contemporáneos.
Pero también el favor incondicional de la marquesa de Mancera, Leonor Carreto, virreina entre 1664 y 1673, quien la invitó a la corte cuando Juana tenía alrededor de 15 años; así como el de la condesa de Paredes, María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, virreina entre 1680 y 1686, quien cultivó con ella una muy estrecha amistad y promovió en España la publicación de sus primeras obras.
Que la inteligencia no tiene sexo lo tenía claro sor Juana. En 1682, en la carta con la que despide a su confesor, el padre Antonio Núñez de Miranda, queda de manifiesto su férrea defensa del derecho de la mujer al estudio y al conocimiento.
El párroco la había presionado largamente para que abandonara la escritura de versos y dedicará su vida sólo al cultivo espiritual. Sor Juana, en su misiva, se duele de tal insistencia y defiende el derecho de la mujer a cultivarse:
“No ignoro que el cursar públicamente las escuelas no fuera decente a la honestidad de una mujer […] pero los privados y particulares estudios ¿quién los ha prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como los hombres? Pues ¿por qué no gozará el privilegio de la ilustración como ellos? ¿No es capaz de tanta gracia y gloria de Dios como la suya?”
Pionera en la búsqueda de la equidad y precursora de las luchas feministas, postuló la igualdad de hombres y mujeres.
Primero Sueño es su poema más importante y largo (975 versos), según la crítica. De acuerdo al testimonio de la poetisa, fue la única obra que escribió por gusto. Fue publicado en 1692. Apareció editado con el título de Primero sueño. Como la titulación no es obra de Sor Juana, buena parte de la crítica duda de la autenticidad del acierto del mismo. En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz Sor Juana se refirió únicamente al Sueño. Como quiera que sea, y como la misma poetisa afirmaba, el título de la obra es un homenaje a Góngora y a sus dos Soledades: el alma abandona el cuerpo, a lo que otorga un marco onírico.
Para mostrar el valor de las virtudes femeninas, las realza en varios escritos, como lo hace, por ejemplo, en las cartas aquí descritas y en el poema dedicado a la duquesa de Aveiro, María Guadalupe de Lencastre, amiga suya y destacada intelectual del Barroco hispano, a la que describe como:
“(…) claro honor de las mujeres, de los hombres docto ultraje, que probáis que no es el sexo de la inteligencia parte”.
Otro testimonio de su defensa del derecho femenino a los estudios y al conocimiento quedó plasmado cuando el obispo de Puebla y amigo epistolar suyo, Manuel Fernández de Santa Cruz, publicó con el título de Carta Atenagórica (1690), y sin consentimiento de la monja, un escrito que ella le había enviado a instancias suyas.
El documento contradecía lo que el renombrado teólogo Antonio de Vieyra había expresado en el Sermón del Mandato (1650) en torno a las finezas de Jesucristo.
La Carta se publicó acompañada de un texto que Fernández firmó con el seudónimo de sor Filotea, en donde comentaba los argumentos de sor Juana y le recomendaba dedicar sus esfuerzos a las letras espirituales más que a las mundanas.
“Lástima es que un tan gran entendimiento, de tal manera se abata a las rateras noticias de la tierra, que no desee penetrar lo que pasa en el Cielo”, decía, entre otras cosas.
La publicación de ambos documentos causó revuelo en la Nueva España y tuvo repercusiones en una lucha de poder que libraban el obispo de Puebla y el arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas, cuyo teólogo favorito era, precisamente, Antonio de Vieyra.
Jorge Sánchez Hernández: La niña de Nepantla, ca. 1980, Serie de retratos de sor Juana Inés de la Cruz, óleo sobre tela, colección particular, exhibida en Las Bodegas del Molino, Puebla, México.
Sor Juana, dolida, reaccionó a la Carta con su Respuesta a Sor Filotea, un texto intenso y apasionante donde sintetiza su vida, refiere su inclinación al estudio y muestra la grandeza de la mujer al enumerar a una treintena de ellas muy notables. Pero lo más trascendente es el fervor con el que defiende el acceso femenino al conocimiento:
“Lo que sólo he deseado es estudiar para ignorar menos: que, según San Agustín, unas cosas se aprenden para hacer y otras para sólo saber. […] Pues ¿en qué ha estado el delito?”
En el mismo documento reclama el derecho de… ¡hacer versos!:
“Pues nuestra Iglesia Católica no sólo no los desdeña, más los usa en sus Himnos”.
Con solidez, rechaza la creencia de que las mujeres por ser mujeres “por tan ineptas están tenidas”, mientras los hombres “con sólo serlo piensan que son sabios”.
La Respuesta fue publicada póstumamente, en 1700. Cinco años antes, sor Juana había fallecido víctima de una epidemia que alcanzó al convento.
Desde entonces, el texto ha sido analizado y comentado por numerosos estudiosos y críticos, y se considera fundamental para comprender y contextualizar la vida de la monja jerónima.
Sor Juana no sólo argumentó, sino que con su propia vida dio testimonio de la grandeza de la mujer, dejó una huella perenne en las letras y mostró su esplendor en un siglo en el que sólo a los hombres les era permitido brillar.
* Jorge Alfonso Souza Jauffred es investigador y coordinador de la Cátedra Hugo Gutiérrez Vega y del Centro de Investigaciones Filológicas, Universidad de Guadalajara.
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