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OPINIÓN: El incontenible avance la ultraderecha en Europa ante la crisis de la democracia

Para comprender el populismo, poner las luces largas ayuda. En la década de 1960, el porcentaje de voto recabado en Europa por los partidos populistas fue, de media, del 5,4 %; a la luz de los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo del pasado 9 de junio, hoy confía en ellos más de un 20 % del electorado.

 

Jesús Casquete* / Edición: 4 Vientos



Alemania y Grecia enviarán más parlamentarios de partidos neonazis. (Imagen: Twitter/@Meralink).


Algunas de sus expresiones, una exigua minoría en términos de número y representación, se ubican en la familia ideológica de la izquierda. Son los casos de La France insoumise y de la alemana Alianza Sahra Wagenknecht.


Mucho más relevantes, en cambio, son los partidos populistas de derechas, aquellos que colocan a la patria en el frontispicio de su discurso y que discriminan a un “otro” definido en términos étnicos, nacionales o religiosos.


Formaciones ultranacionalistas como Agrupación Nacional en Francia, Alternativa para Alemania, o Vox en España se han convertido en fuerzas relevantes en el parlamento de Estrasburgo.


Sus representantes se han alzado con la victoria en Francia, Italia, Austria o Hungría, y han quedado en segunda posición en Alemania, Polonia o los Países Bajos.


Tratándose de partidos que reclaman una devolución de soberanía a los estados, las consecuencias para la Unión Europea se antojan existenciales.


Piénsese, sin ir más lejos, en el futuro preñado de obstáculos a las medidas para frenar y revertir el mayor desafío de nuestra civilización: el cambio climático.


La explosión electoral del populismo de derechas durante los últimos años parece habernos tomado por sorpresa.


En realidad, aunque sin duda de gran relevancia, ni la crisis económica de 2008 ni la migratoria de 2015 dan cuenta por sí solas de la profundidad y amplitud del fenómeno. Hay razones estructurales de más largo aliento que lo explican y tienen que ver con nuestra relación postmoderna con el tiempo.



Las elecciones al Parlamento Europeo en los 28 países miembros confirmaron que cada vez más ciudadanos eligen por un régimen de "líder fuerte" que resuelva prontamente lo que la democracia tarda años, décadas en medio atender (Imagen: Oliver Hoslet, Agencia EFE).



Habitamos un mundo movedizo en el que todo discurre a velocidad de vértigo. La revolución en nuestra vida cotidiana da fe de ello:


"Comemos fast food –comida rápida– y vestimos fast fashion –moda rápida–; escuchamos mensajes de voz y podcast a 1,5 de velocidad; queremos nuestro pedido en la puerta de nuestro domicilio, a ser posible mañana; la más mínima duda o curiosidad nos la satisface al instante un buscador, sorteando de paso cualquier tipo de interacción personal para satisfacerla".

Por su parte, hace tiempo que la economía capitalista, desatada por naturaleza, fía su curso a golpe de clic desde Wall Street, Londres o Shanghái.


Eso por no hablar de las transformaciones vividas en la familia o el trabajo, ámbitos en los que reina la contingencia y la transitoriedad. Allá donde dirijamos la mirada, rige el principio de que el tiempo es oro; rige la aceleración de los ritmos vitales.


El populismo de derechas aprovecha que la democracia es lenta por definición y que se muestra cada día más incapaz para establecer marcos regulatorios que aborden con celeridad los problemas que angustian a la ciudadanía.


Ninguna otra corriente ideológica ha reparado en el alcance que tiene la desincronización entre la política democrática, con sus tiempos decisorios dilatados, y la economía y la sociedad, con sus tiempos cortos, e incluso instantáneos.


La explotación de este nicho vacío ha reportado al populismo un filón de votos.

Desde hace décadas, diferentes estudios demoscópicos como la Encuesta Europea de Valores vienen enviando señales preocupantes para el futuro de la democracia liberal sobre las que apenas hemos reparado.


Cada vez más ciudadanos se muestran de acuerdo con que un líder fuerte que no se tenga que preocupar con el parlamento y con las elecciones, es una “buena” forma de gobernar el país.





Los votantes de partidos de extrema derecha son quienes más de acuerdo se muestran con esta deriva autoritaria. Que sean precisamente las generaciones más jóvenes las que en mayor medida apuestan por un “hombre fuerte” es un motivo adicional de preocupación por el futuro de la democracia.


La respuesta populista de derechas a una política rezagada pasa por la oferta de atajos. En un contexto en el que las nuevas tecnologías de la comunicación hacen de la paciencia una virtud cada vez más rara, el populismo apuesta por una política de la prisa y la simplicidad.


Ante el flujo migratorio ofrecen la solución expeditiva del sellado de fronteras; en realidad la violencia de género sería, sostienen, un invento de las elites, y lo que no existe no necesita remedio.


O ahora, en clave española, el remedio al desafío del nacionalismo periférico es la prohibición de los partidos “secesionistas”, medida que contempla Vox en su programa como si muerto el perro se acabase la rabia.


Cuando bautizó a la formación populista de su distopía póstuma “Todo va a mejorar”, como “Movimiento Ciudadano ¡Soluciones Ya!”, la escritora Almudena Grandes entrevió este nervio del populismo:


"La promesa de instantaneidad del populismo y la renuncia a la etiqueta de partido en su denominación, que para la extrema derecha la 'partitocracia', es un bastión de la 'casta'”.

He ahí dos claves de esta familia ideológica que la novelista madrileña singularizó en registro literario.


Y en un contexto de aceleración de los tiempos decisorios de la política, cobra sentido la propuesta de celebrar referendos y consultas ciudadanas.



Parlamentarios ultraderechistas europeos celebran con el saludo fascista sus victorias en las pasadas elecciones (Imagen: Agencia AFP).



Se trata de una medida para “popularizar la democracia” que recogen los partidos de derecha populista en sus programas y que implementan cuando gobiernan, como en Hungría con sus “consultas nacionales” o en Polonia cuando estaba regida por Ley y Justicia.


O en Alemania se aboga en su programa por celebrar “plebiscitos según el modelo suizo”; y Marine Le Pen plantea convocar un “gran referéndum” anual si alcanza la presidencia de Francia, haciendo así efectiva una “revolución de la proximidad” que posibilite que el “pueblo” controle las decisiones del gobierno.


Vox a su vez apela al artículo 92 de la Constitución que abre la puerta a celebrar consultas a la ciudadanía para votar sobre inmigración, leyes de violencia de género o la ilegalización de partidos independentistas.


Así, no es casual que los temas objeto de plebiscito tengan siempre un elevado componente pasional.


El populismo de derechas ha dado con una clave de éxito que se ajusta como un guante a los tiempos acelerados de nuestras sociedades.


La deliberación, elemento consustancial a la política democrática liberal, se antoja a una parte de la ciudadanía cada vez más nutrida como una suerte de lujo que entorpece la toma de decisiones.


Quienes así piensan y sienten, nutren las filas de la extrema derecha. Revertir la regresión democrática que fomenta esta corriente ideológica es, a día de hoy, uno de los grandes retos que abordar de forma perentoria.


Cualquier remedio pasa por intentar acelerar los tiempos decisorios de la política sin menoscabo de los valores constitutivos que dan fundamento a la democracia liberal, como son la soberanía popular, la dignidad humana o el respeto a las personas.



* Jesús Casquete es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.


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