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OPINIÓN: El diablo y la ciencia

Satán, para árabes y hebreos, es el “adversario”, el “mal camino”, el “oponente”, el “acusador”. Y también “Lucifer”: aquel que porta la luz. Se trata de distintos nombres, con diferentes significados y propósitos, para nombrar a una entidad controversial que sin duda tiene un impacto fundamental en el desarrollo de la humanidad.

 

Luis Alberto Henríquez Hernández* / Edición 4 Vientos



Expulsado del cielo por recomendar a la humanidad el conocimiento, la sabiduría y la iluminación (Imagen: Pinterest).



“El maligno” entra así en nuestro subconsciente con diferentes arquetipos, y uno de ellos, enormemente potente, asocia al “demonio” con el conocimiento, con la iluminación y con la sabiduría.


Los “demonios de la ciencia” es una expresión que sirve como metáfora para nombrar aquello para lo que no hay respuesta.


La física mexicana-estadounidense Jimena Canales, autora de “Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science” (Endemoniados: una historia sombría de los demonios en la ciencia), recoge los grandes “demonios” de grandes científicos.


Por ejemplo, el matemático francés Pierre-Simon Laplace imaginó una identidad que conoce dónde están todos los átomos del universo y cuáles son las leyes del movimiento.

En el célebre pasaje de su “Ensayo filosófico sobre la probabilidad”, de 1814, escribió:


“Entonces debemos considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del siguiente. Dada por un instante una inteligencia que pudiera comprender todas las fuerzas que animan la naturaleza y las respectivas posiciones de los seres que la componen –una inteligencia suficientemente vasta para someter estos datos al análisis– abarcaría en la misma fórmula tanto los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; para él nada sería incierto y el futuro, como pasado, estaría presente ante sus ojos”.


Esta inteligencia calculadora superpoderosa, más tarde conocida como “el demonio de Laplace”, significó el comienzo del determinismo y de la idea de que la naturaleza es cognoscible y la ciencia puede explicarlo todo.



Pierre-Simon Laplace y su "demonio". Aseguraba que, si se conocieran todas las fuerzas del universo y las posiciones exactas de todas las cosas, se podrían predecir sus estados futuros con precisión. Esta visión se conecta intrínsecamente con la mecánica newtoniana y establece un pilar en la concepción clásica de la ciencia (Captura de pantalla en Youtube).



Hay otro gran demonio en ciencia, el físico escocés James Clerk Maxwell, “un ser muy observador y de dedos pulcros” que separó las moléculas más calientes y rápidas de las más frías y lenta, violando nada menos que la segunda ley de la termodinámica.


El demonio de Maxwell, con esta visión molecular, ha atormentado a los físicos durante décadas.


Por otra parte tenemos a los demonios que se desenvuelven en la tradición abrahámica, que son Ángeles o Glorias que cayeron de los cielos.


Así lo escribió Isaías en el capítulo 14, versículos 12 a 14: “¡Cómo has caído del cielo, Lucero, hijo de la Aurora!”.


De él nació Luzbel, el ángel predilecto al que Isaías llama "Lucero" y quien recibe el nombre de Lucifer tras su destierro del cielo.


En la mitología romana, Lucifer es hijo de Aurora y es representado como un personaje masculino que porta una antorcha.


Existe, además, una correlación con el planeta Venus que, para los romanos, es el lucero del alba, la estrella de la mañana.


Así, el diablo ejerce como figura que trae la “luz” –es decir, el conocimiento – a los humanos.



Lucifer, el portador de la luz (Captura de pantalla en Youtube).



Lucifer se presenta al amanecer conformando un relato similar al del “Sol Invictus”, una festividad romana que es la antesala de la tradición navideña cristiana.


El capítulo 3 del libro del Génesis relata la primera acción del demonio como “incitador al conocimiento”.


Transfigurado en una serpiente, le responde a Eva en relación a la prohibición que tenían los primeros moradores del Jardín del Edén de comer frutos del árbol que estaba en medio del jardín:


“Incluso Dios sabe que cuando ustedes coman de ese árbol, comprenderán todo mejor; serán como dioses porque podrán diferenciar entre el bien y el mal” (Versículo 5).


El árbol se describe como “atractivo por la sabiduría que podía dar” y, acto seguido, Eva “tomó y comió algunos de sus frutos”.


Como resultado de la desobediencia, la serpiente fue castigada: -“Tendrás que arrastrarte sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida”- y los habitantes del Edén fueron expulsados del Paraíso.


La prohibición expresa está recogida en el capítulo 2 del Génesis, versículos 16-17:

“Puedes comer libremente de cualquier árbol en el jardín, pero no debes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal porque el día que lo hagas, sin duda morirás”.


Contradictoriamente a esta proscripción, alentadora de una visión intolerante, autoritaria y castradora del discernimiento, en ciencia hoy se llaman “luciferinas” a las proteínas responsables de la bioluminiscencia, y una astrofísica estadounidense, Elizabeth Roemer, decidió llamar Lucifer a uno de los asteroides que recientemente descubrió.



Las Hespérides, las ninfas que cuidan el antiguo jardín de la eterna felicidad griega descrita al menos siete siglos antes de cristo como “una tierra de suave luz estelar, oro para recoger, salud perfecta y belleza maravillosa” creada por la diosa Hera, “la madre de todos”, y luego apropiada malamente por la Biblia con el nombre del Jardín del Edén, pero con la diferencia de que a la serpiente, presente en la mitología griega clásica como benefactora y protectora del árbol de la sabiduría, la convirtieron en sinónimo de malignidad (Imagen: iStock).



El uso de la serpiente en el relato bíblico no es casual. Ya en la cultura egipcia era un símbolo de poder y de sabiduría, materializado por el caduceo: una figura compuesta por dos serpientes enroscadas alrededor de un bastón alado.


En la cultura religiosa general la serpiente se considera uno de los animales más maléficos, responsable del pecado original, símbolo de los conocimientos ocultos en las antiguas culturas mediterráneas.


Esta reticencia atávica contrasta con el hecho de que la doble hélice que representa al ADN recuerda a las dos serpientes enroscadas del caduceo de Hermes.


Esculapio, dios de la medicina en la antigua Roma, adoptó a la serpiente enroscada en torno a un bastón como símbolo de conocimiento.


Las habilidades medicinales de Esculapio despertaron la envidia de Zeus, que terminó por matarlo con uno de sus rayos.


La vara de Esculapio sigue siendo el símbolo de la medicina y una serpiente enroscada en torno a una balanza es el símbolo de la farmacia.



Esculapio y la serpiente (Imagen: i.pinima.com)



Por otro lado, está el panteón de espíritus malévolos que conforman la Goecia, uno de los seis libros que constituyen el Lemegeton, o Llave Menor de Salomón.


Se trata de uno de los estudios de demonología más populares y que contiene multitud de entidades relacionadas con diferentes disciplinas científicas: medicina, geometría, astronomía, gemología o herbología, amén de otras más humanísticas como la oratoria o la escritura.


Es el caso de Marbas, Valefor, Barbatos, Paimon, Buer, Purson, Naberio o Forneus, entre otros muchos. Y no se puede dejar de citar que, en algunas corrientes esotéricas, Belial es el guardián del conocimiento arcano (secreto u oculto) y custodia sus dos torres de la sabiduría.


Estas entidades inspiraron a aquellos que cultivaban las ramas primigenias de la ciencia y que poco después fueron llamados “brujas” y “hechiceros” que fueron perseguidos hasta la muerte por la Santa Inquisición.


Otro personaje, Paracelso, es considerado el padre de la toxicología –es suyo el concepto de que “solo la dosis hace el veneno”– y ha pasado a la historia como médico, alquimista y también como ocultista.


A pesar de profesar la religión católica, sus obras fueron censuradas en 1583 porque la relación de la toxicología con las artes arcanas tiene incontables exponentes, dada la estrecha relación entre las pócimas, los ungüentos y las cataplasmas con este tipo de personajes considerados como “hijos del demonio”.


Por esto es fundamental hacer una reflexión acerca de los tiempos que corren, de polarización y descreimiento, para invocar a nuestros arquetipos desvistiéndolos de los prejuicios inherentes al bien y al mal.


Hacerlo así tal vez nos ayude a reorientarnos como sociedad, o bien podría uno preguntarse qué habría sido de nosotros de no haber salido del “Jardín del Edén” con la ayuda de Lucero, Lucifer, Satanás o Diablo, como usted quiera llamar al conocimiento, la sabiduría o la iluminación.



* Luis Alberto Henríquez Hernández es profesor de Toxicología en el Departamento de Ciencias Clínicas de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España.


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