Los mexicanos no son muy adeptos de las monarquías. Durante el siglo XIX fusilaron dos emperadores.
Fabián Acosta Rico* / Edición: 4 Vientos
El oportunista español, asesino de insurgentes, Agustín de Iturbide, fusilado en Padillas, en el hoy estado de Tamaulipas, cuando intentaba derrocar por la vía armada a la naciente república mexicana (Imagen en capitalmexico.com.mx).
El primero, Agustín de Iturbide, uno los consumadores de su independencia junto con el guerrillero independentista afro descendente Vicente Guerrero, pasó por el paredón el 19 de julio de 1824 en Padilla, Tamaulipas.
Luego, por pedido específico de los conservadores mexicanos, Europa regaló (o impuso) un príncipe de la casa Habsburgo, Fernando Maximiliano, que sufrió igual suerte que Iturbide en el Cerro de las Campanas, Querétaro, el 19 de junio de 1867.
Que el gobierno mexicano haya sido displicente con la monarquía española les viene a los mexicanos de su herencia republicana: no le rinden pleitesía a cetros ni coronas.
En la historia oficial de México, los 300 años de colonialismo español son descritos como su medievo: época oscura de dominación e injusticias.
Sirva de referencia a esta afirmación el libro de texto de Historia de México para Quinto Grado de educación primaria, cuya primera publicación data de 1962 y que en sus ediciones más recientes sigue siendo bastante crítico con la dominación colonial de España en México.
En la escuela, los niños y jóvenes mexicanos aprenden que no tienen nada que agradecerle a España, la “madre patria”, pues bajo su “yugo”, persistió en saquear la plata y oro de su nación.
No han faltado los revisionistas anglófilos, como Lorenzo de Zavala, político liberal mexicano del siglo XIX. En su opinión, México sería una nación prospera como los Estados Unidos de haber sido colonizada por Inglaterra.
Los primeros libros de texto gratuitos de México para educación básica, los forjadores del mexicanismo ¿y la hispanofobia? (Imagen: Facebook).
“DESATENCIÓN” ANTE UN AGRAVIO
Lo cierto es que a pocos mexicanos les sorprendió que su gobierno, en un acto que algunos interpretan como “desatención”, no invitara al rey Felipe VI a la toma de posesión de Claudia Sheinbaum Pardo. Muchos, incluso, aplaudieron la decisión.
La nueva presidenta, en su primera conferencia de prensa “mañanera”, volvió a la carga en su solicitud de una disculpa pública al rey de España por la Conquista.
“Creemos que tiene que recapacitarse”, dijo.
En el imaginario histórico cultural de los mexicanos, España tiene una deuda con su nación y no la ha saldado. De ahí que no encontraran insensato o fuera de lugar que su anterior presidente, Andrés Manuel López Obrador, solicitara por carta un desagravio al rey de España y al Papa por la Conquista de México.
La carta, enviada en 2019, quedó sin respuesta. El silencio muchas veces agravia más que los improperios. En 2022, López Obrador reiteró la petición de disculpa y puso en pausa las relaciones con España.
El miércoles 2 de octubre, Sheinbaum escaló las críticas: “No solo agravió a López Obrador, sino al pueblo de México”.
Pese a ello, la presidenta mexicana suavizó las consecuencias de este desencuentro al señalar que la relación con España “es buena” y “no tiene por qué cambiar”.
Claudia Sheinbaum y Felipe VI, los agravios (Imagen: Aristegui Noticias).
EN EL FONDO HISTÓRICO, EL TEMOR A UNA RECONQUISTA
La hispanofobia ha acompañado al pueblo de México desde sus primeros años de vida independiente. Aparentemente sin comprender del todo lo que era el republicanismo y la democracia liberal, persistía en los mexicanos de la época el temor de una reconquista española.
En 1827, el padre Joaquín Arenas lideró una conspiración de peninsulares y criollos cuyo objetivo era restaurar el dominio español en México. La apátrida intentona culminó con la aprensión y ejecución de los conspiradores.
El complot de Arenas sembró el estigma de traidor a todo español avecindado en México. Se entendía, con carácter de prejuicio, que había que proceder anticipadamente contra los peninsulares, pues simulaban ser mexicanos mientras mantenían intacta su lealtad a su rey.
Ya Miguel Hidalgo, el padre de la patria, lo había exclamado en su Grito de Dolores: “Viva Fernando VII” sí, pero también “Vamos a coger gachupines”.
Lo cuenta José Manuel Villalpando en su libro La insurgencia y la revolución de independencia. El mensaje era claro: fuera los españoles de México.
El 18 de agosto de 1827, el diputado Pedro Tames presentó en el congreso local de Jalisco la iniciativa de ley que ordenaba, salvo algunas excepciones, la expulsión de todos los españoles de dicho estado de la república mexicana.
El primer presidente de México, Guadalupe Victoria, el 20 diciembre del mismo año, retomó la propuesta y la hizo extensiva para toda la nación: En un periodo no mayor de seis meses tendrían que abandonar el país todos los españoles.
Quedaron exentos los casados con mexicanas que tuvieran hijos no españoles, los mayores de sesenta años y los impedidos físicamente.
Para alimentar aún más la hispanofobia mexicana, en 1829, una expedición de reconquista encabezada por el brigadier Isidro Barradas parte de Cuba con rumbo a las costas de Tamaulipas. Desembarcaron tres mil soldados españoles que fueron derrotados por el general Antonio López de Santa Anna.
Con esta victoria, Santa Anna se encumbró como caudillo, gracias a su rol salvador, que evitó a México convertirse nuevamente en una colonia.
Culturalmente, el temor de ser reconquistados ha convencido a muchos mexicanos de la conveniencia de desconfiar del español y en el estereotipado “Venancio”, dueño de una tienda de abarrotes, persiste, como un fantasma del pasado, la figura del conquistador y del encomendero.
Santa Anna enfrenta al brigadier español Barradas en la actial Tamailipas (Imagen en izquierdadiario.com).
Octavio Paz, Samuel Ramos y la ascendencia del mexicano
Decía el escritor y premio Nobel Octavio Paz en El laberinto de la soledad, y antes Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, que el mexicano, hijo del mestizaje, no ha sabido reconciliarse con su “padre” español.
No obstante, animado por su hispanofobia, voltea hacía su “madre” indígena y la eleva a los altares, ya sean sagrados o seculares.
Aparece con toda dignidad y devoción en la Tonantzin Guadalupe del Tepeyac o en la madre patria de los libros de texto gratuitos, retratada por el pintor jaliscienses Jorge González Camarena.
De la Revolución Mexicana hacia acá, los círculos intelectuales oficialistas han definido a la hispanofobia como revolucionaria y al hispanismo como reaccionario, o conservador.
Y en su lógica, defender y regresar a la raíz indígena es signo de emancipación (descolonización) y madurez cultural e histórica.
Desde esa perspectiva oficialista, hoy definida como “progresismo”, solo los retrógrados de derecha tienen la desvergüenza de defender la labor civilizatoria de España en América.
En esa categoría entrarían personalidades históricas tan relevantes como José Vasconcelos, primer secretario de Educación Pública del país y rector de la Universidad Nacional, quien soñaba con una alianza transcontinental iberoamericana.
El hispanismo de Vasconcelos queda documentado al revisar su obra Bolivarismo y Monroismo, aun cuando también destaca en este sentido Efraín González Luna, líder ideológico y fundador del Partido Acción Nacional (PAN).
El rechazo a España se da incluso dentro de su territorio. Catalunya, país vasco y Galicia desean independizarse y repudian a la rancia monarquía borbónica (Imagen: BBC Mundo).
La hispanofobia en los contextos políticos y culturales
Habría que precisar que la hispanofobia, en el contexto político y cultural del siglo XIX, tuvo su razón de ser. Está demostrado con hechos históricos que Fernando VII añoraba reconquistar México.
Por otro lado, también se justifica que el nacionalismo mexicano revolucionario y postrevolucionario acudiera a este histórico resentimiento.
La nueva casta gobernante tenía la urgencia de darle una identidad cultural al pueblo mexicano que no apelara a ningún malinchismo.
Sobre todo teniendo en cuenta que el régimen derrocado, el de Porfirio Díaz, se había caracterizado precisamente por su eurocentrismo, cifrado en su admiración e imitación de la cultura francesa.
Pero en nuestra postmodernidad, con su globalización económica y pluralidad cultural, religiosa y hasta política, la hispanofobia resulta, paradójicamente, un tanto superada y anacrónica.
Un posicionamiento de vanguardia en estos tiempos apostaría por la integración y hermandad entre los pueblos, en razón a esta cada vez mayor interdependencia e interacción entre las naciones.
En el fondo, esa era precisamente la convocatoria que el expresidente López Obrador proponía en su carta al rey de España Felipe VI, y el silencio como respuesta demostró de qué lado no está precisamente esa vanguardia.
* Fabián Acosta Rico es doctor en Antropología Social por la Universidad de Guadalajara, México.
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